¡Malona!
Y pensé […] en
las puertas cerradas de la biblioteca; y pensé qué desagradable es que te dejen
afuera; y pensé que tal vez sea peor que te dejen adentro; y, pensando en la
seguridad y la prosperidad del sexo uno y en la pobreza e inseguridad del otro
pensé en el efecto de la tradición y en el de la falta de tradición sobre la
mente de un escritor…
Virginia Woolf, A room of one’s own, 1928
La
risa es el puente.
Hay
algo de Florencio Molina Campos en las figuras, sobre todo en los ojos de los
caballos, y algo tal vez del Patoruzú de Dante
Quinterno. Hay algo de vodevil del under en el guión
desopilante de “La matadera y el cautivo” , y un inmediato efecto hilarante en el mundo de las
tradiciones al revés que diseñó Alberto Passolini en ¡Malona!
Sin
embargo, nada se agota allí. Bajo la apariencia del chiste y la parodia hay una
operación compleja de construcción de la diferencia en el canon: Passolini leyó todo a contrapelo. El punto de partida fue La
vuelta del malón, de Ángel Della Valle (1892), una auténtica máquina simbólica
del siglo XIX argentino, y en particular de uno de sus aspectos decisivos y más
controvertidos: la guerra de fronteras en la llanura al sur de Buenos Aires.
Fue de los textos a la imagen y de allí a otros textos, volvió, se preguntó a
sí mismo y tomó un camino insospechado: se preguntó por la supuesta (o forzada)
pasividad de la mujer cautiva, invirtió el lugar del deseo, imaginó que un
malón de mujeres indias se llevaran a un rubio blanquito, que cortaran cabezas
de rivales rubias, en fin, que todos los ingredientes del mito fueran
simétricamente invertidos.
Y
de allí siguió avanzando en esta inversión y subversión de roles: mujeres
deseantes pintando hombres deseados, y el caos todo alrededor. La Academia de
Marie Bashkirtseff con su serena clase de modelo vivo para mujeres (transgresoras) invadida por imágenes de
desesperación masculina en el último día de Pompeya. Las mujeres pintan efebos
y el mundo se acaba. Puede haber algo allí que, de tan naturalizado, tal vez siga
operando como un principio activo y no alcancemos a verlo (parece decir Passolini).
Pero
además está el musical: un borrador de guión, unos figurines y bocetos es todo
lo que –por ahora–
existe de él. La propuesta es un despliegue de erotismo televisivo y glamour revisteril para poner en escena La cautiva de Esteban
Echeverría, pensando en un público de turistas y también de posibles e
imaginados espectadores locales (los de un teatro de la Avenida Corrientes un
viernes por la noche, por ejemplo). Y allí Passolini
simplemente avanza sobre la potencia del personaje femenino de Echeverría que,
en su opinión, no debería llamarse ‘la cautiva’ sino ‘la liberada’. Sería
hermoso que Natalia Oreiro aceptara el rol
protagónico y que llegara a estrenarse algún día…
Y
por último las fotos, la producción fotográfica que planea con sus amigas
artistas. Les ha pedido que posen montadas sobre caballetes, como los modelos
que posaban de gaucho en los ateliers de los pintores
del siglo XIX. Posan sin disfraz de
gaucho. Desnudas o vestidas, según el deseo de la modelo (otra subversión de
reglas).
Passolini se pregunta por la eficacia de los mitos canonizantes y su vigencia subterránea en la cultura
contemporánea. Lee entre las líneas de
aquellas historias y representaciones que alimentaron la
imaginación de hombres, mujeres y niños, aceptadas como modos
“naturales” de pensar y de sentir. Y se pregunta, sobre todo, por la relación
entre artistas y modelos, por los sutiles vínculos entre imagen y deseo. Y pone
todo patas arriba.
Laura
Malosetti Costa, Abril de 2010