Señorito Rico, Alberto Passolini, 2008
“Si no puede decir nada bueno sobre alguien, siéntese a mi lado.”
Alice Lee Roosevelt
“Tercera y última confesión: concibo mi vida en términos de vidurria.”
Raúl Escari
(Dos relatos porteños)
En una época menos instruida, tuve mi primer contacto con el retrato de Manuelita Rosas, pintado por Prilidiano Pueyrredón (1823-1870).
Recuerdo que los colores de ese cuadro me parecían comestibles, ya que los asociaba a gelatinas de sabores frutales y a unos caramelos traslúcidos de forma cónica y montados sobre unos palillos, llamados pirulíes.
Queda claro, así lo espero, que vi esa imagen por vez primera siendo un niño.
Muchos años después, el interés por la historia del arte me llevó a conocer otras obras de este pintor, incluyendo los dos únicos desnudos que aún se conservan (de los muchos, supuestamente, por él pintados).
Establecí entonces que la carga erótica presente en su producción tenia la cualidad de “hacerme agua la boca“. Y descubrí así que aquella vez que encontré en un texto escolar el retrato de Manuelita, la gula y el erotismo ocupaban un mismo cajón.
Quizás porque la práctica me demostró que no es de buen tono mezclarlos, al menos en una primera cita, decidí olvidarme de las golosinas y concentrarme en los aspectos sexuales de su obra (nadie que me conozca mínimamente puede interpretar de lo dicho, que alguna vez haya sentido deseo sexual por ninguna de las retratadas por Pueyrredón, desnudas o vestidas, pero hago la salvedad en beneficio de cualquier desprevenido).
Esta característica me llevó, sin proponérmelo, a enterarme de los detalles escandalosos de su vida que lo condenaron a morir en el olvido, y desaparecer de la historia hasta bien entrado el siglo XX.
Fue eso lo que me impulsó, con ese sentimiento de alegría que nace de la desgracia del otro, llámese schadenfreude, o delectatio morosa, a intentar narrarlos en una biografía no autorizada.
Pero para tejer una biografía tan escandalosa que no mereciese ser autorizada, no me podía conformar con un hombre de malas costumbres, portador de un apellido ilustre, entregado a la pintura de cuadros obscenos. Tampoco con la escena de sus familiares destruyendo la mayor parte de esas pinturas para preservar su buen nombre de las extravagancias y libertades que se había permitido, bajo la influencia de algún amigo “libertino”.
Para hacer una lectura tendenciosa de la que surgieran detalles más escabrosos, hube de vérmelas con un Prilidiano fiestero, al que le iban las chicas desnudas y emparejadas, como lo muestra “La siesta“, o las dos “Bañistas en el río Luján“, o ese par de cuadros del mismo tamaño: “Chinita en la cocina” y “Señora cosiendo un pavo“, las dos vestidas, es cierto, pero ambas con las manos sobre aves muertas, o el desnudo borroso que se ve de fondo en el retrato de Santiago Calzadilla.
Tan borroso es ese “cuadro dentro del cuadro”, que no reparé en él hasta que un excelente trabajo de Laura Malosetti Costa, titulado “Los desnudos de Prilidiano Pueyrredón como punto de tensión entre lo público y lo privado“ me lo señaló. Fue también en ese texto, que la figura de Calzadilla se me reveló como la del amigo procaz que inspiró los cuadros ultra libertinos, típicos del capricho de un “señorito rico”; y en un audaz fuera de contexto, de allí extraje el título de esta serie.
Tal vez en la relación entre este personaje y Pueyrredón, con una ruptura misteriosa más propia de los amantes que de los amigos, se encontrase un ingrediente homo erótico lo suficientemente especiado: Santiago y Prilidiano unidos en el desborde, el hedonismo, con el ineluctable contacto físico que surge en la joda loca.
Debo decir que la tentación de construirme una “amistad particular” entre este par, fue muy fuerte; y caí de bruces en ella luego de esta confesión de Santiago Calzadilla en sus memorias, intituladas “Las beldades de mi tiempo”:
“…yo no tuve hermanos, y la autora de mis días, que en sus maternales sentimientos no se conformaba con no haber tenido una hija, viendo la inocencia de mis juegos y de mis procederes, me solía vestir de mujer a los 13 años y aun me acuerdo como si fuera ahora del contento con que salía a la calle a lucir un vestido claro, y un sombrero blanco de paja de Italia adornado con una pluma colorada, que decían me sentaba muy bien.
Me enseñaron a leer en escuela de mujeres, o cuando más en alguna de ambos sexos, que frecuenté hasta grandazo como era, y aprovechando de mi traje, estuve cerca de un mes en la escuela de las Ituño, y en la de la señora Cabezón, en donde me enseñaron a bordar, pues llevaba bastidor junto con los libros; hasta que las maestras maliciaron, y mi madre declaró que nada tenía de extraño ese traje, vista la inocencia de mis gustos y de mis propensiones, pues mis juegos eran siempre con las niñitas más chicas y con las muñecas, de que teníamos reunidas una gran colección que conservé por mucho tiempo, hasta que ¡desperté!”.
Mas la alegría de este hallazgo se desvaneció rápidamente:
Yo buscaba algo más ambiguo que me permitiera insinuar cierta camaradería carnal, y en cambio me topé con los desvaríos propios de una loca desatada, sin más. Y esta confesión tan extrema, escrita a los 74 años, dejaba en evidencia la fragilidad de mi argumento, ya que ese “¡desperté!” con el que finaliza el párrafo debe haber sido un satori, un “eureka!” tan colosal, que ni un atisbo de confusión pudo haberlo llevado a intimar carnalmente con su amigo. Y tampoco hizo mella en la presencia de ánimo que le permitió contar semejante pubertad, en su ancianidad.
Mucho menos creo que Pueyrredón se viera deslumbrado por esos ojazos celestes y esas mejillas encarnadas, que pintó en uno de sus retratos más logrados, pues su gusto, según infiero, iba más por el lado de las morenas.
Por eso, decidí atenerme a la tradición oral, y limitarme a exacerbar el erotismo propio del derecho de pernada, y dejar que los señoritos ricos la pasen bien, sin mirar a quien.
Alberto Passolini, primavera del 2008