No siempre los artistas se parecen físicamente a sus obras. En Passolini sus numerosos y ligeros contorneos y contoneos se ven en sus líneas, trazos y formas. Hay una vitalidad de burbujas chispeantes –sparkling es la palabra casi necesaria por su capacidad sonora-, una vitalidad efervescente que rodea a Passolini en sus pantomimas y juegos constantes, en sus avances y retrocesos, en sus giros y contra giros de manos, cabeza, cuello y piernas.
Es todo elástico, como si fuera de plastilina o de gel, de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, y todo al mismo tiempo. Los efectos alucinógenos en el estar y el ser físico del artista, no ayuda a pensar en “Passo” como “un artista”, palabra pesada, pretenciosa, antigua, mentirosa, que nada tiene que ver con esos cascabeles que lo hacen un sonido constante de olas rompiendo en el mar con los corderitos llegando hasta la playa, o con el sabor de la brisa leve de ramas y follajes primaverales en plena pampa. Sí “Passo” tiene algo de campo y mucho de primavera, mucho de la flor del ceibo.
Pero es demasiado locuaz y leve para ser un artista, un artista de aquellos que se sienten artistas y morirán con la solemnidad de ser artistas, rodeados de admiradores, coleccionistas, premios y, sobre, un cuerpo de obras; no un cuerpo finito y en descomposición, sino la inmortalidad de un cuerpo de trabajo.
Passolini se mueve inconsciente e inconsistente, casi ameba o paramecio, un proto-artista, como aquellos del siglo XVIII que visitaban palacios y cortes que en pocos años dejarían de existir, pintores que en sus libertades de frondosos bosques y animados espectáculos pueblerinos o aristocráticos y atrevidas desnudeces, eran el fin de fiesta de una época. Artistas ligeros y sin juicios, que presentían la tormenta y sabían que nada podía impedir los
ríos descontrolados de odio y justicia corriendo por aquellos mismos palacios, por aquellas mismas calles, en esos parques señoriales. Ellos eran pintores galantes, con su galantería vuelta al pasado de las vanidades y la riqueza insolente, y tenían la gracia de una pintura que sabía despedirse de su propia historia, iluminando con el arcoiris nubarrones y tormentas por venir.
Passolini es rococó en la elegancia de sus líneas, en las sorpresas de sus arabescos, en los estallidos de sus colores recién florecidos, aunque adormecidos en los temblores invisibles de paisajes de corales y turmalinas y lapislázulis y tercas aguamarinas, revestidos de negra noche, pero imposibles de no imaginar.
“Passo” en su pintura se despide también de distintos instantes de la pasajera e inquietante historia. Hace años sus arcángeles arcabuceros lo llevaron a la colonia y los ancló con la cotidianeidad de vestimentas y ornamentos actuales, con rostros y armamentos de hoy, lejos de aquella elegancia maquetada, de venta al corte, de los arcángeles de Jujuy. Passolini ve pasar la temporalidad del arte y los talleres anónimos del Alto Perú, contemplando las renovaciones de sus puntillas, encajes y arcabuces en guardias montadas, en escudos de choque, en conocidas figuras policiales.
Ay! Passolini y la historia… como le gusta el cajón de la abuela, como recuerda las figuritas del Cabildo, de la Primera Junta, los cuadernos de lectura con los retratos de los próceres hechos por algún pintor criollo o viajeros desconocidos que, sin demasiadas ganas, llegaron a las remotas costas, prometedoras pero bizarras del Río de la Plata.
Ay! Passolini y sus invisibles misterios de la mitología luchando por sobrevivir, no ya en sus propias tierras lejanas ni en lo cambiante de textos y memorias, sino en sus ilusiones fantasmales de imágenes convertidas en manchas de tamarindos pálidos que se desvanecen ante la luz del sol, y reflejan la quietud de la noche en brillos fosforescentes de la infancia con aquellos objetos que resplandecían en la oscuridad de inmensos y desolados dormitorios.
Passolini y la historia, un problema para otros, no para él que se entretiene entre la colonia, el virreinato y las Provincias Unidas del Río de la Plata y las luchas de Belerofonte, la existencia de los centauros, las hazañas de Teseo, y el minotauro del primer laberinto que Borges tantas veces imaginó e intentó atrapar en palabras, o en los sonidos de una palabra que fuera todas.
Passolini se despide del arte culto de cada época. Por eso son tantas sus despedidas. Por eso y por sus caminitos zigzagueantes del gusanito de De la Vega, y por los rumbos helicoidales de las caparazones de los caracoles, dos animales que se entretienen imitando a “Passo”.
Fragonard y Watteau, sabían que se extinguía el mundo que habían conocido y alumbrado. Al mismo tiempo que se ponían los primeros lutos por madame Pompadour y María Antonieta, llegaban nuevas luces para Marat y la revolución.
Passolini se despide de cada tiempo de la historia que visita, y la historia en la pampa es como su propio eco, conocido pero inexplicable. Se despide según sus humores, entre el absurdo y la serena belleza, entre las mascaradas, las imitaciones y la suelta de globos, y la sutileza, el refinamiento, la lucidez y las bellezas del pintor que sabe de su oficio, y se siente libre en el imaginario artístico con sus (im)posibilidades de lo (im)posible.
Passolini a veces es la cita, el canto de sirenas desafinado alrededor de originales de alguna época, de ciertos autores, de viejas imágenes, memorias nacionales o consignas ajenas. Ese clima de parodia sobre una obra o un autor, se entrelaza con verdades del pasado que él insiste en traer a las inestabilidades del presente. Obliga a viejos miembros de la alta sociedad porteña o al indomable malón, a entrar en su túnel del tiempo, transportados de allí para acá, de aquí para allá, de ayer a hoy, de la suntuosa Buenos Aires libre ya de la “tiranía”, a una escena artística porteña cada vez más lejana del libre albedrío. Si la Santa Federación y los mazorqueros se las traían, ni que hablar del mundillo actual del arte. “Cállate boca…” decía Catita mientras hablaba de las lenguas “visperinas” –seguro que Passolini antes de pintar su primera tela vio mucho de Niní Marshall. Lenguas “visperinas” no es una cita, lejos está de la parodia. ¡Mueran los salvajes, inmundos, asquerosos unitarios! se transformó en ¡Muera la salvaje diferencia!
Passolini sabe reírse pero nada de confusiones, su alma es puro bolero, y el amor le duele igual que a Falete “cansada de secretos y mentiras capaz de enamorarse cada día.” Falete, qué antigüedad de bata y cola. “Cuando supe la verdad, toda la verdad, señora, ya era tarde para echarse atrás, señora…”
Así pasa con las promesas del arte, siempre se dice libre. Ahí comienzan las normas, el deber, las ambiciones, las vanidades, pero también los refugios, los regalos y misterios, los abrigos que nadie puede someter.
Cierta distancia para sobrevivir, contar hojitas caídas y seguir meneándose como Passolini, hacer de monigote, ser el Tribilín de ocasión, el ingenioso, murallas y murallas para salvarse de la locura.
Algunos se aventuran a la distancia, alejarse y trabajar y trabajar, y volver, de tarde en tarde para simplemente decir “esto es lo que hago… lo que puedo hacer”. Pero, “esto es lo hago allá en la llanura o en la selva o en la huerta rodeada de monte suburbano”, siempre trae la sospecha, el olvido, la indiferencia; si no está aquí, aquí y ahora todo el tiempo ¿en qué anda? ¿delirios de retiros espirituales o creativos, mientras el mundillo sigue andando? No sé, eso no me convence. Difícil la lejanía, se siente como soberbia, como abandono; la prescindencia es un lujo imperdonable. Decir de vez en cuando, dejar la extranjería y estar de visita, son modales fáciles, no son para el mundo del arte, exigente, complejo, serio, y reglamentado para su propio bien.
Hay que estar, hay que ser, hay que seguir, hay que entrar, hay que hablar de unos y otros, hay que tejer, hay que exponerse, hay que hacer el trabajo, hay tantas cosas para hacer que uno no puede ni imaginarse. Y Passolini es perezoso, abusa del deseo, circula, picotea. “Passo” está aquí y allá, pero mientras creíamos que estaba acá, se fue calladito galopando hasta el viejo caserío del arte, hacia el papel, la tinta y la acuarela.
En el caso de Passolini y su muestra, son las imágenes las que producen la incontinencia verbal. Su serie federal entre los rulos del art Nouveau, las torsiones de balcones forjados a mano por los herreros italianos del siglo XIX, las enredaderas asomando florecidas dentro de cada papel de blanco, blanco como el jabón federal, blanco blanco: líneas y entrelíneas de la más refinada caligrafía china que después aprendieron los japoneses; líneas de heráldicas antiguas, marginalia de Libros de Horas o Antifonarios iluminados en la ciudad de Brujas en 1470; arabescos de sedas cayendo en extensos lazos alrededor de esbeltos cuellos; un universo de líneas abiertas, continuas, lentas, inquietantes, aceleradas, ligerezas de plumines de acero o plumas de ganso como la que se conserva con la escribanía de caoba y plata de Rivadavia.
El mundo federal, San Benito de Palermo, imágenes de época, el Restaurador de las Leyes, la siempre poco agraciada Manuelita pintada por Prilidiano y que Passolini convirtió en un juego de mariposas entre relicarios y miniaturas, estampillas y sellos. Los mazorqueros delineados, entrelazados, unidos, que van girando sobre el papel hasta desplegarse en lirios acuarelados en sus sedosos pétalos. Y la mazorca furiosa y feroz exhibida orinando fuentes de pis que se unen interminables en aquellos dibujos de cantos por bulerías. La línea de la morería secuestrada por “Passo” para vestir y desvestir personajes e historias, epopeyas que hoy lo hacen sutil pensando en divisas punzó, duelos por Doña Encarnación, súplicas de Manuelita al Tata, gauchos de Rosas, medallas, medallones y monedas, y tantas imágenes públicas y tantas imágenes domésticas, que el rosismo puso en el curso de la historia, y en el camino de Passolini.
Otra vez Passolini trotando en la llanura del tiempo, pero con un universo sin citas, sólo con la cita de la entonación, del clima de una época, lo importante está en los calados de peinetas y peinetones que impuso en la moda porteña Monsieur Masculino y que con ironía llevó al grabado César Bacle, quien terminó víctima de los calabozos del régimen.
Ay Passolini y la historia! Ay Passolini! y la belleza de una exposición que roba el corazón y hace sentir feliz al cuerpo, y deleita a los sentidos en juegos de maravillas visuales, texturas laminadas, sabrosos figurines, lejos de la naftalina y llenos de rumores que se oyen desde el salón de los Escalada o la antigua casona colonial de Marquita Sánchez el día de su boda con mister Thompson.
Ay “Passo”! más que ayer y menos que mañana, líneas y colores, formas y figuras, se sienten brotar de cada papel blanco, blanco como el blanco y el más blanco de los blancos, que ya no son guardapolvos infantiles con almidones de planchadora, sino historias de nuestras historias, insolentes, galantes, imágenes e invenciones, y todo mediante líneas y líneas que danzan en su negrura de tinta china y en su rasgar de la pluma y en su temblor del buen dibujante y del pintor expresivo; y los colores, los colores que van llegando en acuarelas inesperadas, en modos impensados, en maneras que ya estaban en el Passolini de las historias anteriores, pero que ahora se despidió, otra despedida, dijo adiós a los relatos del pasado, para encontrar una narración pictórica única y llena de brillos, contoneos y giros de minué con la elegancia de una época y la actualidad de un estilo; sin necesidad de la parodia, dejando entrar el juego, el juego de damas, los juegos de azar, el juego de la imaginación histórica y sus libertades.
Si los héroes y los combates de la mitología se desvanecían en luces y reflejos de té límpido y apenas reposado de alguna fruta leve en su sabor y en su frescura, y en su olor y en su color, Rosas y Manuelita, aquel mundo de mazorqueros, luchas, lutos, exilios, odios y muertes, torrentes de cuerpos y sangre, anidaron en la poesía de un encaje de época junto a las tertulias en los salones federales, junto a la iconografía que todo momento de la historia supone y deja como testimonio, y siluetas y figuras y desnudeces y los gauchos de Rozas y el propio Restaurador de las Leyes, y la explosión de lirios nacientes y caminos de trazos que van dejando señales, migajas de pan y cuentos lejanos, muy lejanos, porque ya no se trata del pasado sino de Passolini despidiéndose de la historia para entrar en las rebabas y resonancias, esta vez, del mundo federal, mañana será otro y pasado otro y así será su juego permanente, mientras encuentre papeles blancos, más blancos que el blanco.
Ay! Passolini Ay! ya se dice por ahí, pero son sólo las lenguas “vísperinas”, que en tu mudanza al Jardín de la República quisiste hospedarte en la casita de Tucumán, con sus columnas siempre torsadas como vos y tú obra, y que no pudo ser porque está reservada sólo para los descendientes de Francisco Narciso de Laprida y Fray Justo Santamaría de Oro -sobrinos y demás se entiende. Y claro Passolini, llegaste con mucha historia pintada, pero fresca todavía, tú nombre suena más a barco de inmigrantes que a los Laprida que desde la colonia vivieron en los confines del Virreinato del Perú, o a la santa autoridad eclesiástica que seguro no era más joven que las batallas por la provincia cisplatina.
Marcelo Pacheco
Frío, malvones, el ruido del agua en la pileta, sonido a campo en la casa de Silvia B. en el Tigre la noche del 14 de octubre de 2013. Verde nocturno luna nubosa